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Hoy en día, en todo Estados Unidos, los sonidos de los disturbios, la división y la violencia resuenan en nuestras calles e inundan nuestras pantallas. Somos testigos de la destrucción, el odio y la confusión, y con demasiada frecuencia respondemos con soluciones temporales.

Debatimos políticas, proponemos reformas o intentamos gestionar el caos a nivel superficial. Pero la verdadera crisis es mucho más profunda y mucho más incómoda de afrontar: los disturbios que vemos son la consecuencia natural de la decadencia moral y espiritual. Y esa decadencia no surgió de la nada. Se cultivó deliberadamente, durante décadas, en las aulas de nuestra nación.

Durante generaciones, la educación en Estados Unidos tuvo un noble propósito. No se trataba solo de impartir conocimientos, sino de formar el carácter. Las escuelas trabajaban codo con codo con las familias y las comunidades para inculcar valores atemporales: respeto por la autoridad, amor por el país, responsabilidad personal, fe y virtud. Estas eran las cualidades que preparaban a los jóvenes para convertirse en ciudadanos productivos y líderes morales. Pero en algún momento del camino, abandonamos esa misión.

Como rector de una universidad, he tenido el privilegio de conocer a muchos jóvenes extraordinarios. Pero con demasiada frecuencia me encuentro con estudiantes que llegan a nuestra institución después de pasar años en escuelas que les han fallado, no en lo académico, sino en la formación moral. Estos estudiantes son brillantes, capaces y con ganas de aprender, pero buscan un propósito y claridad en un mundo que les ha enseñado a cuestionar todo lo que antes les proporcionaba estabilidad. Recuerdo a un estudiante que me dijo: «Ya ni siquiera sé en qué creo. Siento que todo es discutible». Los años que pasó en el sistema de educación pública lo llevaron a cuestionar todo lo que antes consideraba cierto.

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También pienso en un estudiante transferido que compartió cómo, en su escuela anterior, se sentía presionado a abandonar los valores con los que había sido criado, solo para encajar. Me dijo: «Sentía que tenía que elegir entre ser fiel a mi fe o ser aceptado por mis compañeros y profesores». Esa tensión nunca debería existir en ningún entorno educativo. Pero este es el resultado cuando la educación se aleja de su verdadero propósito y se convierte en un instrumento de ideología en lugar de verdad.

En nombre del progreso, hemos despojado a nuestras aulas de los principios que antaño sustentaban nuestra sociedad. La verdad objetiva ha sido sustituida por los sentimientos subjetivos. Los absolutos morales han sido descartados por considerarlos opresivos. La búsqueda de la sabiduría ha dado paso a agendas ideológicas. La fe ha sido desplazada en favor del secularismo, y la virtud ha sido ridiculizada por considerarla anticuada.

En lugar de enseñar a los alumnos a buscar lo verdadero, lo bueno y lo correcto, les enseñamos que la verdad es lo que ustedes decidan que es. Que la virtud es lo que les hace sentir bien en ese momento. Que no tienen que responder ante ninguna autoridad superior a ustedes mismos.

El daño está por todas partes. Lo vemos en la desintegración de la familia. En la pérdida del respeto por la vida y la ley. En una cultura que celebra el victimismo por encima de la responsabilidad y la división por encima de la unidad. En la violencia que estalla en nuestras calles y la hostilidad que envenena nuestro discurso público.

Tiendas de campaña, un campamento en el campus

Un cartel colocado en el campamento de la manifestación a favor de Palestina en la Universidad de Columbia, en Nueva York, el lunes 22 de abril de 2024.  (AP Photo Jeremiah)

Esto no sucedió de la noche a la mañana. No fue un accidente. Durante décadas, los radicales trabajaron para remodelar la educación, no con el fin de formar ciudadanos virtuosos, sino para remodelar la sociedad de acuerdo con su ideología. Sabían que si controlaban lo que se enseñaba, podrían controlar lo que se creía y, en última instancia, controlar en qué se convertiría Estados Unidos.

Y, con demasiada frecuencia, nos quedamos de brazos cruzados y dejamos que sucediera. La Iglesia también tiene su parte de responsabilidad. Cuando se necesitaba valentía, muchos optaron por la comodidad. Cuando la verdad exigía que se alzara la voz, muchos púlpitos guardaron silencio. Elegimos la relevancia por encima de la rectitud y, como resultado, la nación perdió su brújula moral.

Imaginemos lo que podría suceder si recuperáramos nuestras escuelas para la verdad. Aulas en las que los alumnos aprendieran a honrar la vida, valorar la virtud y buscar la sabiduría en lugar de la ideología. Escuelas que colaboraran con las familias para formar el carácter, no solo opiniones. Una generación criada con claridad moral, preparada para construir en lugar de destruir, para unir en lugar de dividir, para servir en lugar de tomar.

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No se trata solo de salvar nuestras escuelas. Se trata de salvar nuestra nación. La violencia y la división que vemos hoy en día no son la enfermedad, son el síntoma. La verdadera enfermedad es la decadencia moral y espiritual. Y la cura comienza con la verdad.

Si queremos reconstruir Estados Unidos, debemos empezar por las mentes y los corazones de nuestros hijos. Debemos empezar en las aulas. Que este sea el momento en el que dejemos de tratar los síntomas y afrontemos la causa. Levantémonos con claridad y convicción para recuperar nuestras escuelas, nuestra cultura y nuestro futuro.

Porque si no lo hacemos, los disturbios que vemos hoy no serán nada comparados con el caos que nos espera mañana.

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