Daniel Krauthammer Cómo reaccionaría mi padre, Charles Krauthammer, ante nuestro momento político actual

Tras la publicación el año pasado del libro póstumo de mi padre, "El sentido de todo", hablé y concedí entrevistas por todo el país para promocionarlo. Conocí y escuché a miles de personas que seguían sus comentarios, y hubo una pregunta -por encima de todas las demás- cuya respuesta muchos deseaban profundamente conocer: "¿Qué diría Charles sobre esto?" La voz de mi padre se echa de menos, ahora más que nunca.

En su vida pública, mi padre desempeñó un papel muy especial. No era un tertuliano más. Era un guía de confianza para muchos que leían sus columnas y veían sus comentarios en televisión. Como lo describió un colega: "A menudo esperaba que Charles... escribiera sobre algún tema concreto que me preocupaba para saber qué pensar al respecto". El estribillo que oí una y otra vez de sus admiradores: "Me siento perdido sin él": "Me siento perdida sin él".

Conozco ese sentimiento más intensamente que nadie. Pero fue conmovedor e instructivo para mí saber que tantos otros se sienten igualmente perdidos, a la deriva en un mundo que se ha vuelto aún menos navegable en el tiempo transcurrido desde su partida, aún menos claro en sus verdades y falsedades. Nuestra política se ha vuelto más brutal, nuestro discurso más estridente y poco caritativo.

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Frente a esto, mi padre representaba algo muy diferente: un ejemplo de un tipo mejor de política y un modo superior de discurso. Por eso tantas personas -estuvieran o no de acuerdo con sus conclusiones- confiaban en él para que les ayudara a elaborar sus propias ideas sobre lo que ocurría en el mundo. Confiaban en él. Creo que se ganó y conservó esa confianza encarnando varios principios cruciales del debate libre y abierto.

En primer lugar, era sincero. Dijo lo que creía. No se anduvo con remilgos, no modificó su postura ni pronunció tropos de partido para complacer a nadie ni para reflejar la opinión pública. Sus posiciones eran coherentes. No las cambiaba para seguir tendencias cambiantes. Y es sorprendente ver -como se ilustra perfectamente en su libro- lo inamovible que se mantuvo su razonamiento sobre tantos temas a lo largo de casi cuatro décadas.

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En segundo lugar, mi padre era lógico. Te mostraba exactamente por qué y cómo llegaba a sus conclusiones, recorriendo cada paso del razonamiento y las pruebas hasta su punto final. Estaba decidido a argumentar lo mejor posible a favor de las posturas que consideraba correctas y a abordar las objeciones y contraargumentos más convincentes que encontrara en el bando contrario.

Este rigor intelectual elevaba la calidad del debate para todos los que se comprometían con sus argumentos. Ayudaba a orientar a los demás no sólo sobre qué pensar, sino sobre cómo pensar las cuestiones importantes. Los que estaban de acuerdo con él comprendían mejor por qué lo estaban. Los que no estaban de acuerdo veían un contraargumento sólido que les obligaba a defender y apreciar mejor sus propias posturas. Y los que estaban en medio podían ver exactamente qué principios o supuestos o pruebas empíricas les parecían convincentes y cuáles no.

En tercer lugar, el objetivo de mi padre era persuadir. Esto puede parecer obvio, pero no lo es. En política, muchos sólo buscan unir a los que ya están de acuerdo con ellos, desacreditar a sus oponentes o intimidar a la otra parte. Llevar a otros a cambiar de opinión por voluntad propia no es tarea fácil.

Al final, el éxito y la supervivencia de la democracia dependen de que se elija la persuasión en lugar de la fuerza bruta. Hace falta valor, moderación y perseverancia. Ése es el tipo de compromiso que la democracia exige a sus líderes y a sus ciudadanos. Requiere un espíritu democrático. Y requiere virtud personal. Los Padres Fundadores lo reconocieron. "La virtud pública no puede existir en una nación sin la privada, y la virtud pública es el único fundamento de las repúblicas", escribió John Adams. Y como se dice que dijo Benjamin Franklin tras la Convención Constitucional, el pueblo estadounidense tenía "una república, si puede mantenerla". Sólo la virtud republicana podía mantener viva esta república democrática.

Mi padre era un hombre de tales virtudes. Y su grandeza pública estaba inextricablemente ligada a su bondad personal, como han observado tantos que le conocieron y fueron testigos de su impacto en nuestro país. Las cosas más importantes de la vida de mi padre no eran políticas ni públicas. Pero no pregonaba sus virtudes personales, ni su vida personal, de forma significativa. Su vocación -su llamada- estaba en la política y en el servicio que prestó a nuestra democracia. Y él querría que su memoria se basara en ello. Pero creo que le debemos a él, y a nosotros mismos, apreciar hasta qué punto su espíritu democrático derivaba fundamentalmente de su alma humana. Su creencia en la libertad humana, en la libertad de conciencia y de pensamiento y en el pluralismo democrático era absolutamente esencial en su ser. Pero nunca habría podido ser una voz tan fuerte, resonante y añorada en nuestra política si no hubiera sido por su honestidad, su decencia, su magnanimidad, su valentía y su humanidad.

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Lo expresaron mejor, quizá, sus amigos y colegas, que escribieron: "Era... un gigante, un hombre que no sólo defendió nuestra civilización, sino que representó lo mejor de ella".

Adaptado del prefacio de la edición de bolsillo del libro póstumo de Charles Krauthammer, "The Point of It All" (Crown Forum). Daniel Krauthammer es el autor de este extracto y es el editor del libro. Para más información, visita CharlesKrauthammer.com.

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