Eli Steele: Así es América

Lo que ocurrió cuando la extrema izquierda y la extrema derecha chocaron en Huntington Beach

Cuando una persona decide abrazar una ideología basada en la raza, el objetivo principal es el poder sobre otro grupo de seres humanos. Las ideologías raciales siempre afirman estar motivadas por un bien superior; esta ilusión autoalagadora sólo sirve para ocultar la inmoralidad de sus actos. Lo único real aquí es el poder. 

Ésos eran los pensamientos que tenía en la cabeza cuando reflexionaba sobre la manifestación White Lives Matter a la que tuve la desgracia de asistir en Huntington Beach hace dos semanas. Cuando terminó aquel día perfecto para la playa, lo único que quedaba en las calles era el residuo del odio racial. En las horas previas, muchos estadounidenses se gritaron blasfemias y clichés ideológicos sin ningún intento genuino de encontrar un terreno común. En su lugar, dejaron carteles de cartón con mensajes garabateados de justicia social en las aceras arenosas mientras regresaban a la comodidad de sus hogares con sus odios ideológicos renovados.

La razón por la que conduje por la costa desde Los Ángeles hasta Huntington Beach fue mi deseo de saber qué tipo de personas abrazaban White Lives Matter. ¿Eran estas personas auténticos supremacistas blancos o eran aficionados que combatían la política identitaria con más política identitaria? La creencia generalizada era que eran estas personas las que habían colocado octavillas del KKK por la ciudad y en ciudades cercanas, lo que llevó a los antirracistas a anunciar su propia contramanifestación dos horas antes de la 1 de la tarde, hora de inicio de la concentración White Lives Matter. 

Cuando llegué al muelle, los antirracistas empezaron puntualmente su concentración con tópicos bienintencionados sobre la elección de "unidad y comunidad" en lugar de permitir que su ciudad se convirtiera en una ciudad de odio. Mientras continuaban los oradores, seguí mirando al otro lado de la calle, a la calle principal que atraviesa el corazón de Huntington Beach, en busca de señales de la concentración White Lives Matter. No vi nada. 

A la 1 de la tarde, el principal orador antirracista proclamó una especie de victoria, ya que no había aparecido nadie, salvo unos cuantos tipos que sostenían mástiles de 6 metros con las banderas de EEUU, Trump 2020, Don't Tread on Me y All Lives Matter. Estaba a punto de dar por terminado el día cuando un flujo constante de antirracistas empezó a cruzar la calle hacia el partidario de Trump que sostenía el mástil más grande. 

Al principio, el partidario de Trump, un hombre moreno, en forma y con unos dientes blancos perfectos, parecía mantenerse firme mientras los antirracistas y los medios de comunicación se reunían a su alrededor. Habló de que "todas las vidas importan", pero cayó de lleno en el terreno de la conspiración cuando preguntó si sabíamos lo de los niños famélicos y demacrados bajo la Casa Blanca o que Jeffrey Epstein seguía vivo. 

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¿Por qué le dábamos la hora a este hombre? 

Sin embargo, la multitud que rodeaba al partidario de Trump crecía. A los ojos de los ideólogos antirracistas, para quienes todo el mundo es racista a menos que jure lealtad a los principios del antirracismo, era un supremacista blanco al que había que destruir. Alguien tiró del asta de la bandera de ese hombre y los antirracistas rasgaron las banderas como perros hambrientos. 

Entonces, un neonazi con una esvástica orgullosamente tatuada en el antebrazo se metió entre la multitud antirracista y, por un momento, no supieron qué hacer con el auténtico. Tras varios forcejeos, el neonazi propinó un puñetazo en la cara a un hombre y pronto fue esposado por la policía. 

Como descendiente de supervivientes del Holocausto, lo que me fascinó de este neonazi fue lo poco arrepentido que estaba de su odio. Más tarde supe que se llamaba Andrew Charles Nilsen III y que había sido detenido varias veces, incluida la vez que aterrorizó a un hombre negro en San Bernardino hace años. No sé si Andrew fue educado en el odio por sus padres, pero estaba claro que se había moldeado a sí mismo para convertirse en un verdadero creyente de la ideología de la supremacía blanca. Se engañaba a sí mismo creyendo que era un hombre moral que mantenía en alto a la raza blanca mientras el resto del mundo se ahogaba en la inmundicia. El peligro de esta creencia perversamente irracional es que cuanto más moral se ve a sí mismo Andrew, más puede odiar a los que no son como él. 

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La única pregunta que no dejaba de asaltarme era: ¿por qué iba a venir Andrew aquí si sabía que se iban a enfrentar a él?

Sólo cuando la policía se llevó a Andrew empezó a salir a la luz toda la naturaleza de los antirracistas. Uno de los principios clave de la ideología antirracista es que hay que luchar proactivamente contra el racismo, y es este principio el que otorga a sus partidarios la cobertura de la virtud moral. Para los antirracistas, los dos símbolos principales del racismo sistémico y del racismo son la policía y los blancos. 

Los antirracistas empezaron a corear "todos los policías son unos cabrones" contra la policía que acababa de detener a un neonazi minutos antes. Entonces, en lo que sólo puede describirse como una cacería, los antirracistas empezaron a atacar a los locales. 

En un enfrentamiento prolongado, una antirracista con el pelo naranja brillante y gafas de gran tamaño que se le deslizaban por la nariz se dirigió a una señora lo bastante mayor como para ser su madre. Respaldada por sus amigas de ideas similares, la antirracista exigió saber si la señora era racista y se burló cuando la señora respondió que "todas las vidas importaban". La antirracista intensificó su agresión verbal, sermoneando a la señora que si no estaba del lado de los oprimidos, entonces estaba del lado del opresor. La señora se negó a someterse. 

Por si esta situación no pudiera ser más esperpéntica, la misma antirracista gritó "f... doce", "supremacistas blancos", "nazi" y "Palestina libre" a un hombre cercano que se cubría con una bandera israelí. Cuando vio que no le iba a arrancar la cabellera, le chilló varias veces más antes de pasar a chillar más a la policía. 

Era una de las personificaciones más puras del antirracismo que había visto en persona. Al igual que Andrew, era una verdadera creyente y no había vacilación en sus palabras. Lo más chocante fue que, aunque las palabras que utilizaba eran en su mayoría de tipo humanitario -luchar contra el racismo, luchar contra la supremacía blanca-, el efecto final era el odio. Eso era todo lo que la gente sentía viniendo de ella y, o bien retrocedían, o bien le contestaban a gritos. Lo que hacía todo esto más inquietante era que nunca había conocido a ninguna de esas personas y nunca se le había ocurrido ser testigo de su carácter antes de juzgarlas por sus cualidades externas. En este sentido, ¿en qué se diferenciaba de su enemigo jurado, Andrew, el neonazi? ¿Y por qué había venido a Huntington Beach si su único propósito era demonizar a todo el que se cruzara en su camino?

Uno de los peligros de las ideologías raciales en sociedades libres como la estadounidense es que hay que renunciar a ciertas libertades para someterse a dicha ideología. Mientras crecía, no era raro que oyera historias de cómo los negros sentían cierta lástima por sus opresores durante los días de Jim Crow. Estos negros podían ver que sus opresores habían renunciado a gran parte de su humanidad y que habían traicionado los principios de América para imponer la supremacía blanca. Muchos de estos negros se negaron a adherirse a las ideologías raciales y optaron, en cambio, por marchar a favor de la igualdad de derechos para todos; comprendieron que los principios fundamentales estadounidenses pertenecían a todos los hombres y que representaban la mejor vía para mejorar nuestra sociedad. 

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Andrew y los antirracistas han elegido no seguir ese camino, y quizá por eso ambos acudieron a Huntington Beach aquel domingo. A menudo se olvida cuánto se parece el odio al amor. El amor necesita amor a cambio o se marchita, y lo mismo ocurre con el odio. Andrew y el antirracista se necesitan el uno al otro más que a nada, porque es su odio mutuo lo que justifica su estrecha existencia y refuerza su creencia en sus ideologías. Son estas dos fuerzas las que siguen teniendo secuestrados al resto de nosotros, provocando el rápido declive de nuestro discurso cívico. La única forma de detener esto es seguir el ejemplo del movimiento multirracial por los Derechos Civiles de la década de 1960 y encontrar nuestro valor moral para enfrentarnos a estos ideólogos raciales. 

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