Watergate: 40 años después, persisten los interrogantes sobre el papel de la CIA en la ruptura de

ARCHIVO: El complejo de hoteles/oficinas/apartamentos Watergate en Washington, D.C.

Este domingo hace cuarenta años, en la oscuridad previa al amanecer del 17 de junio de 1972, el difunto Carl Shoffler y otros dos agentes de policía de Washington D.C. vestidos de paisano, Paul Leeper y John Barrett, estaban sentados en el coche patrulla 727, un vehículo sin distintivos aparcado en la intersección de las calles 30 y K N.W. A la 1:47 a.m., una central de la Policía Metropolitana emitió una llamada urgente para que los agentes respondieran a un robo en curso en el 2600 de Virginia Avenue N.W., el complejo de oficinas Watergate, en Foggy Bottom.

Con las armas desenfundadas, los agentes empezaron su búsqueda en el octavo piso, donde se encontraban las oficinas de la Reserva Federal, escenario de un robo reciente. Al no encontrar problemas allí, los policías registraron la novena planta y bajaron meticulosamente hasta llegar a la sexta. Toda esa planta, los 16.000 metros cuadrados de oficinas, estaba ocupada por la sede del Comité Nacional Demócrata.

Sigue sin aclararse si alguno de los policías sabía de antemano lo que se encontraría en la sexta planta: el condenado equipo de cinco ladrones, vestidos con trajes de negocios y guantes de goma, con vínculos rastreables con el Comité para la Reelección del Presidente y la Agencia Central de Inteligencia. Leeper y Shoffler, por ejemplo, ya habían hecho dos horas extraordinarias, y cada uno había renunciado a sus obligaciones personales para seguir trabajando aquella noche. Y cuando sonó la llamada del despachador, dio la casualidad de que su coche estaba aparcado a menos de cuatro décimas de milla del Watergate, a un minuto de distancia.

Sabemos que los policías no se movían sin ser detectados. Desde una posición elevada al otro lado de la calle, en el Howard Johnson's Motor Lodge, les observaba con creciente alarma un ex agente del FBI llamado Alfred C. Baldwin III. Baldwin, corpulento y poco excepcional, había sido contratado por los ladrones del Watergate para llevar auriculares las veinticuatro horas del día y vigilar las escuchas telefónicas que habían instalado, tres semanas antes, en el teléfono de Ida "Maxie" Wells. Era la secretaria de un oscuro funcionario del DNC llamado R. Spencer Oliver, Jr., cuyo cargo oficial era el de director ejecutivo de la Asociación de Presidentes Demócratas Estatales. Otra escucha, instalada en el teléfono de Fay Abel, secretaria de Lawrence F. O'Brien, presidente del Comité Nacional Demócrata, nunca había funcionado correctamente. El despacho de Oliver/Wells dentro de las suites del sexto piso estaba situado justo en la fachada del edificio de oficinas del Watergate, con puertas que daban a un balcón que daba a la avenida Virginia. La línea de visión de Baldwin -tanto al controlar las transmisiones de las escuchas telefónicas durante las tres semanas que duró la operación de vigilancia, como al observar el avance de los policías al otro lado de la calle aquella fatídica noche- era perfecta.

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Vio a dos de los agentes salir al balcón de enfrente, iluminando con sus linternas; un tercero entró en el despacho contiguo. "Éste es, por cierto, el despacho de la secretaria de Oliver", declaró Baldwin más tarde a Los Angeles Times. "Se ilumina toda la habitación y [el agente]... va por detrás de los escritorios con una pistola". Decidido a ayudar a sus compañeros, que según tenía entendido estaban llevando a cabo una misión de seguridad nacional de alto secreto, Baldwin llamó por su walkie-talkie: Base a cualquier otra unidad, ¿me reciben? "¿Qué tienes?", respondió el oficial superior de los ladrones, G. Gordon Liddy, consejero general del brazo financiero del Comité para la Reelección. Liddy estaba instalado en una habitación separada del Hotel Watergate con su co-conspirador, el asesor de la Casa Blanca y ex-oficial de la CIA E. Howard Hunt. ¿Lleva traje nuestra gente o va vestida informalmente? preguntó Baldwin. "De traje", respondió Liddy. "¿Por qué?" "Tenemos un problema", dijo Baldwin. "Hay un grupo de tipos aquí arriba y llevan armas". Liddy ordenó a Baldwin que no se moviera; Hunt se dirigía a la habitación de Baldwin.

"Ahora hay todo tipo de actividad policial", recordó Baldwin más tarde. "Tenemos motocicletas, tenemos carros de arroz. Hay tipos saltando de los coches, corriendo, policías uniformados, policías en bicicleta". En cuestión de segundos, Baldwin pudo oír, a través del walkie-talkie, el murmullo de alguien del equipo: Nos han cogido.

Aunque las consecuencias de los acontecimientos de aquella mañana resultarían históricas y profundas -la dimisión de Richard Nixon de la presidencia; la pérdida apreciable de prestigio e influencia mundial de Estados Unidos, hacia el final de su lucha contra la Unión Soviética en la Guerra Fría; y la consiguiente emasculación de las agencias de inteligencia estadounidenses-, muy poca atención investigadora o académica se centró en el allanamiento y la operación de escuchas telefónicas que desencadenaron el gran escándalo.

El informe final del Comité Selecto del Senado sobre las Actividades de la Campaña Presidencial de 1972, más conocido como el comité Watergate del Senado, sólo dedicó cuatro de sus 1.250 páginas al allanamiento. "Creo que todos sabemos lo que ocurrió la madrugada del 17 de junio", intervino en una ocasión Samuel Dash, el abogado jefe de la comisión, calvo y partidista, durante un interrogatorio a Howard Hunt. Pero Dash se equivocaba. Tras cuatro décadas de audiencias, juicios, investigaciones, libros, películas, obras de teatro y documentales, explorar los detalles de lo que ocurrió el 17 de junio de 1972 sigue siendo una de las áreas más fructíferas para futuras investigaciones en el campo aún incipiente de los Estudios sobre Nixon y Watergate.

En aquel momento, la mayor parte de las energías investigadoras de las autoridades se centraron, como era de esperar, en los vínculos de los ladrones con la campaña de reelección de Nixon: 1972 era, al fin y al cabo, un año electoral, y eso parecía, a primera vista, la vía más rápida para vincular al presidente o a sus principales ayudantes con el crimen. Pero los vínculos de los ladrones con la CIA, que los republicanos de la comisión Watergate del Senado investigaron con resultados mediocres, justifican un escrutinio continuo.

Antes de obtener su puesto como jefe de seguridad del Comité para la Reelección, James W. McCord, el experto en escuchas telefónicas que había contratado Baldwin -y que había insistido personalmente en que el allanamiento siguiera adelante aquella noche, incluso después de que el equipo de ladrones descubriera que un guardia de seguridad del Watergate había detectado sus movimientos iniciales- había trabajado durante años en la tenebrosa Oficina de Seguridad de la CIA. Fue esta oficina, en plena Guerra Fría, la que encabezó las incursiones del gobierno estadounidense en el control mental (Proyectos Bluebird y Artichoke); los intentos de asesinato, con ayuda de la Mafia, de un jefe de estado extranjero (Fidel Castro); el uso de prostitutas para servir y comprometer, según fuera necesario, a los activos y enemigos del estado; y una amplia gama de proyectos de vigilancia nacional, no revelados hasta el Watergate, dirigidos contra grupos antibelicistas y radicales. James Jesus Angleton, subdirector de contraespionaje de la agencia, observó que McCord "era un operador, no un mero técnico". Del mismo modo, un coronel de las Fuerzas Aéreas que participó en las operaciones encubiertas de la CIA recordó en 1973: "McCord no era un simple pinchador de teléfonos o un depurador... Es un profesional, un maestro". [El director de la CIA] Allen Dulles me lo presentó... y me dijo: 'Este hombre es el mejor que tenemos'".

Los investigadores del Watergate llevan mucho tiempo teorizando que la lealtad de McCord la noche del 16 de junio de 1972 no estaba alineada con el bienestar político de Richard Nixon. Estas sospechas se vieron confirmadas por la larga entrevista, hasta entonces inédita, que realicé a Al Baldwin, el monitor de las escuchas telefónicas, en septiembre de 1995. Tras haber pasado muchas horas en mayo-junio de 1972 siendo instruido en las oscuras artes de la vigilancia por su jefe, Baldwin llegó a conocer al taciturno McCord mejor que ningún otro miembro del equipo de allanamiento. "Había algo en Richard Nixon", me dijo Baldwin, resumiendo la opinión de McCord sobre el presidente al que servían, "que Richard Nixon no era un jugador de equipo, no era un americano, no era, ya sabes, 'uno de los nuestros'".

Tal era la actitud del antiguo hombre de la CIA que entonces trabajaba como jefe de seguridad de la campaña de reelección de Nixon. También quedan interrogantes sobre Howard Hunt. Acérrimo y malhumorado oficial de carrera de la CIA -y autor, bajo diversos seudónimos, de más de cuarenta novelas de espionaje-, Hunt había vivido una glamurosa vida de aventuras encubiertas. Dirigió misiones tras las líneas enemigas en China para la Oficina de Servicios Estratégicos, el legendario predecesor de la CIA en la Segunda Guerra Mundial, antes de servir como jefe de estación en lugares exóticos como Ciudad de México y Uruguay.

Hunt se propuso, mientras trabajaba para la Casa Blanca de Nixon, mantener un contacto regular con sus antiguos compañeros de la CIA, de la que se había retirado ostensiblemente en abril de 1970. En una declaración jurada presentada al Comité Judicial de la Cámara de Representantes cuando éste investigaba la propuesta de destitución de Nixon, un oficial de carrera de la CIA que estuvo destinado en el Edificio de Oficinas Ejecutivas describió cómo Hunt en aquellos días "transmitía con frecuencia sobres sellados a través de nuestra oficina a la agencia".

Según Rob Roy Ratliff, el oficial que firmó la declaración jurada, los paquetes de Hunt iban dirigidos a menudo al director de la CIA, Richard Helms, y se entregaban regularmente en mano en la sede de la agencia hasta mediados de junio de 1972: cuando se produjeron las detenciones del Watergate. Después de que el nombre de Hunt saliera a la luz en el escándalo, se destruyeron los recibos de la CIA de estos paquetes. Ratliff afirmó que los materiales transmitidos contenían "cotilleos" sobre miembros de la administración Nixon. Una fuente del Congreso confirmó al autor Jim Hougan que los cotilleos de Hunt eran "muy gráficos... casi todos de naturaleza sexual", y que algunos de ellos se referían a "personas que trabajaban en la Casa Blanca". Tales eran las actividades del antiguo hombre de la CIA que entonces servía al consejero especial de Nixon, el difunto Charles Colson, como asesor sobre seguridad nacional.

Hunt y McCord se introdujeron en la órbita de Nixon -en la Casa Blanca o en el Comité para la Reelección- en momentos críticos: Hunt, justo en la época en que se crearon los Fontaneros, en julio de 1971, para llevar a cabo investigaciones y operaciones encubiertas destinadas a taponar las filtraciones de noticias perjudiciales; McCord, poco después de la irrupción de los Fontaneros en las oficinas del psiquiatra de Daniel Ellsberg, en septiembre de 1971, que fue llevada a cabo por casi el mismo elenco de personajes encubiertos que fue detenido en Watergate, y que también había sido organizado por Hunt y Liddy.

Hay pruebas convincentes de que Hunt y McCord, a pesar de sus renuncias, se conocieron mucho antes de que Gordon Liddy supuestamente los presentara en la primavera de 1972. Enrique "Harry" Ruiz-Williams, veterano cubano de Bahía de Cochinos, recordó posteriormente haberse reunido "docenas" de veces con Hunt y McCord, juntos, en Nueva York y Washington, en los años posteriores a la fallida invasión de 1961. A pesar de la credibilidad inherente de Ruiz-Williams -incluso recordaba que Hunt y McCord utilizaron accidentalmente el alias del otro, un error que se repitió, pero del que no se informó ampliamente, durante el Watergate-, su relato permaneció sin corroborar durante casi dos décadas.

Testimonios inéditos tomados en sesión ejecutiva por la comisión Watergate del Senado, y desclasificados en 2002 a raíz de mi solicitud de la Ley de Libertad de Información, sugerían que Hunt y McCord habían viajado efectivamente en los mismos círculos mucho antes de que Liddy los "presentara".

Felipe DiDiego era un veterano cubano de Bahía de Cochinos que participó en las operaciones Ellsberg y Watergate. Fue interrogado en sesión ejecutiva en junio de 1973 por los consejeros del comité R. Phillip Haire y Jim Hershman, que le preguntaron si había conocido a James McCord antes de 1972.

Hay más, mucho más: el hecho, por ejemplo, de que uno de los ladrones de origen cubano del equipo de asalto, el veterano de la Bahía de Cochinos Eugenio R. Martínez, seguía en nómina de la CIA, y había estado proporcionando a su oficial de casos de la agencia actualizaciones periódicas sobre el progreso de la operación de Liddy que se estaba desarrollando. En el momento de la detención de los ladrones -a punta de pistola-, Martínez se esforzó infructuosamente por ocultar un objeto que llevaba encima; el laboratorio del FBI determinó más tarde que se trataba de una llave que encajaba en el escritorio de Ida Wells.

¿De dónde sacó Martínez esta llave? ¿Qué esperaba encontrar en el escritorio de la secretaria del DNC? ¿Por qué se intervino el teléfono utilizado por Wells y su jefe, Spencer Oliver, en la misión Watergate? ¿Por qué Baldwin, testificando años después sobre las conversaciones que escuchó en las escuchas del DNC, dijo que "ocho de cada diez" oyentes "habrían dicho: 'Esto es una red de prostitutas. Esto es una red de prostitución'"? ¿Por qué un fiscal veterano, el ayudante del fiscal del distrito de Columbia, declaró que su jefe, el entonces fiscal Harold Titus, le ordenó que abandonara la investigación sobre los supuestos vínculos del DNC con una red de prostitución? ¿Cómo es posible que tantos ex miembros de la CIA, con lealtades tan contradictorias, se hayan unido a la ruin operación encubierta de Gordon Liddy? ¿Y cómo es posible que unos operadores tan experimentados hayan acabado "chapuceando" tanto la misión? ¿O fueron sus errores el resultado de un sabotaje intencionado?

Son preguntas importantes, porque evocan, como fantasmas inoportunos, los misterios perdurables de los acontecimientos trascendentales que agrupamos bajo el nombre comodín de "Watergate". La muerte de Nixon y de muchos de sus principales ayudantes en las décadas transcurridas hace que la búsqueda de estas preguntas no sea menos importante o urgente; lo que importaba a una nación de leyes en 1972 también debería importar hoy. Y las respuestas a estas preguntas no se encontrarán en las obras recopiladas de Woodward y Bernstein. Ninguno de sus libros sobre el Watergate -los ahoramuy desacreditados"Todos los hombres del presidente" (1974) y "Los últimos días" (1976)- menciona siquiera a Wells o a Oliver. Las primeras respuestas empezaron a aparecer en el hito del revisionismo de principios de Hougan, "Agenda secreta: Watergate, Garganta Profunda y la CIA" (1984); aparecieron más pruebas en el polémico bestseller de Len Colodny y Robert Gettlin "Golpe silencioso: La destitución de un presidente" (1991) y mi propio libro, publicado, tras diecisiete años de investigación, en 2008, trató de avanzar más en la historia, en varios frentes.

Aniversarios como éste suelen provocar mucha pontificación sobre las "lecciones" o los "mitos" del Watergate, pero no mucho reexamen o búsqueda de los hechos. Que ésta sea, pues, la principal "lección" del Watergate: que los hechos son lo más importante, y que nuestro único deber para con la historia, como dijo Oscar Wilde en una ocasión, es reescribirla continuamente.

James Rosen es Fox News' Corresponsal jefe en Washington y autor de El hombre fuerte: John Mitchell y los secretos del Watergate. Hablará de su libro y de sus conclusiones en el programa "Washington Journal" de C-SPAN a las 9 a.m. ET del domingo 17 de junio.