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En un chiste memorable, un caracol entra en un banco, lo roba y sale por la puerta deslizándose por la acera hacia la libertad. Minutos después llega la policía e interroga al testigo, una tortuga que sigue en la cola del cajero, preguntando al lánguido laúd qué vio. "No lo sé", responde exasperada la tortuga."Todo ocurrió muy deprisa".

La gran verdad del chiste es universal: La perspectiva importa, no sólo con respecto a la velocidad, sino también al tiempo. Lo sé porque cada día me siento más y más como esa tortuga desconcertada en el banco, observando cómo transcurren los acontecimientos a mi alrededor, pero pensando sobre ellos de forma diferente a como lo hacía antes. Esto es lo que quiero decir.

No me gusta ponerme gafas de visión nocturna para leer los menús en restaurantes poco iluminados. Después de correr largas distancias, no disfruto poniéndome hielo en las rodillas como Willis Reed tras el séptimo partido de las finales de la NBA de 1970. La dura e implacable verdad de mi propia mortalidad -el Padre Tiempo es invicto- es desagradable de recordar.

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Con más vueltas alrededor del sol llega la sensación de necesidad de perdón por los errores cometidos. (Stefan Tomic/iStock)

Sin embargo, el envejecimiento, a pesar de todos sus dolores e indignidades, no está exento de bendiciones. Empecé a darme cuenta de ello hace tres años, cuando mi cuentakilómetros marcó cinco décadas de conducción terrenal. De repente, empecé a pensar en los incrementos de medio siglo que acababa de alcanzar. Este hábito de reflexión fomentó en mí cierto tipo de humildad.

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Aquellos 50 años de mi vida habían pasado tan rápido como un chasquido de dedos. Y ello a pesar de que mis cumpleaños 16 y 21, así como cada Navidad preadolescente, tardaron lo que parecía una eternidad en llegar. Mirando ahora hacia atrás, todos esos momentos lejanos parecen haber sucedido ayer mismo.

Haber vivido medio siglo me enseñó que ese periodo de tiempo no era ni mucho menos tan amplio como yo había creído anteriormente. Cinco décadas antes del año de mi nacimiento, 1921 fue la época de Charlie Chaplin en América, de la independencia de la República de Irlanda y del ascenso de Adolf Hitler al poder en el Partido Nazi de Alemania.

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Aquellos acontecimientos lejanos, en una época tan distinta a la nuestra, ya no podían considerarse como algo de hace toda una vida, como yo suponía con despreocupación. Ahora eran los de toda mi vida, es decir, nada lejanos. Esto me hizo preguntarme cómo era la vida otros 50 años -de nuevo, simplemente mis años de entonces- antes de 1921.

El año 1871 era la época de la Reconstrucción en América, apenas seis años después del final de la Guerra Civil y del asesinato del presidente Lincoln. Cuando alguien que me dobla la edad emprende este viaje en el tiempo de la mente, sospecho que los resultados son el doble de humildes, especialmente en Estados Unidos, un país todavía tan joven.

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Envejecer resulta ser un tónico maravilloso contra el esnobismo cronológico, como bien dijeron los literatos ingleses C.S. Lewis y Owen Barfield, o la noción de que el pasado es inherentemente inferior al presente. Cuanto mayor te haces, más vives en ambos mundos, el pasado y el presente. Cuanto más juzgas el pasado, más te das cuenta de que sólo te juzgas a ti mismo.

Con más vueltas alrededor del sol llega la sensación de necesidad de perdón por los errores cometidos. En su ensayo "Sobre dioses domésticos y duendes", el polímata inglés G.K. Chesterton dijo lo siguiente: "Porque los niños son inocentes y aman la justicia; mientras que la mayoría de nosotros somos malvados y preferimos naturalmente la misericordia". Chesterton tenía razón. Ya casi nunca pido justicia, sólo tierna misericordia.

Ahí reside la alegría de envejecer. Estoy agradecido por la habituación a la humildad que me han conferido los años acumulados. El cambio de perspectiva temporal me recuerda que los seres humanos pueden cambiar, pero la naturaleza humana no. 

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Nuestros antepasados cometieron errores distintos de los nuestros -algunos más graves que otros-, al igual que los habremos cometido nosotros a los ojos de nuestra progenie. Pero sin ayuda de la gracia divina, errar hemos hecho y seguiremos haciendo los humanos en un mundo caído, hasta el fin de los tiempos.

Una vez preguntaron a San Bernardo de Claraval cuáles eran las tres virtudes más importantes. Su respuesta -humildad, humildad, humildad- es magnífica, y una lección importante que el envejecimiento enseña una y otra vez, si se lo permites.

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