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Las reflexiones sobre el aniversario de la masacre del 7 de octubre de 2023 en Israel no sólo deben considerar la tragedia en sí, sino el silencio que la siguió. 

Ese día, los militantes de Hamás desataron una violencia incalificable, atacando deliberadamente a civiles. Entre las víctimas había cientos de mujeres y niñas que fueron sometidas a violencia sexual, una estrategia intencionada diseñada para aterrorizar y degradar.

Sin embargo, a pesar de la horrible naturaleza de estos actos, los organismos internacionales, incluidas las Naciones Unidas, tardaron semanas -si no meses- en reconocer siquiera lo que había ocurrido. Los dirigentes que afirman defender a las mujeres no sólo les fallaron con sus palabras, sino que no actuaron. 

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Activistas pro-Israel, algunos atados o con los ojos vendados, se manifiestan ante la sede de la BBC en Londres el 4 de febrero de 2024, en respuesta a las imágenes de las mujeres israelíes rehenes cuando Hamás atacó Israel. (Vuk Valcic/SOPA Images/LightRocket vía Getty Images)

El silencio no es neutral.  

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El uso de la violencia sexual como arma en los conflictos no es un fenómeno reciente. Es una antigua y bárbara herramienta de guerra, utilizada para humillar, desestabilizar y traumatizar a las comunidades. Sin embargo, la muda respuesta de la comunidad internacional a las atrocidades sexuales del 7 de octubre revela un preocupante doble rasero.

Las mujeres israelíes no recibieron la rápida y sonora condena por la violencia de género que suele extenderse en otros conflictos. Aunque muchos dirigentes y organizaciones, como ONU Mujeres, acabaron condenando la violencia, tardaron más de 50 días en emitir una declaración denunciando estos actos. Este retraso se produjo a pesar del importante conjunto de pruebas creíbles y corroboradas de que se disponía en ese momento. 

Incluso sin un informe oficial, todas las mujeres que vieron aquel vídeo de una joven, con los pantalones de chándal manchados de sangre, conocían instintivamente la devastadora realidad que había tras aquellas marcas. Esa comprensión tácita traspasa todas las fronteras: culturales, políticas o religiosas. Es una verdad arraigada en la experiencia de ser mujer, un reconocimiento compartido de la cruda vulnerabilidad a la violencia que tantas de nosotras hemos sentido, temido o sobrevivido. 

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Sin embargo, el retraso deliberado de la condena, combinado con el relativo silencio de muchas organizaciones de derechos de la mujer, refleja una cuestión más amplia en la que las afiliaciones políticas parecen eclipsar la responsabilidad fundamental de oponerse a la violación como arma de guerra.

El silencio ante la violencia de género es complicidad. Cuando los dirigentes retrasan o no reconocen tales atrocidades, envían el mensaje de que el sufrimiento de las mujeres, especialmente en conflictos geopolíticos complejos, puede pasarse por alto. Es precisamente esta negligencia la que alimenta los ciclos de violencia, dejando claro que las mujeres y las niñas son daños colaterales, su dignidad prescindible.

También refleja una profunda falta de voluntad para enfrentarse a verdades incómodas sobre la naturaleza de esta violencia y contra quién se perpetra. 

En Occidente persiste la reticencia a enfrentarse y criticar las culturas que subyugan a las mujeres mediante prácticas como la lapidación por adulterio u obligándolas a cubrirse el rostro. La corrección política ha conducido a una pérdida de claridad moral y a una incapacidad para enfrentarse a prácticas y valores perjudiciales que socavan los derechos humanos. 

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Esta reticencia a ofender ha conducido a una peligrosa aceptación y relativismo moral. Prácticas como los crímenes de honor o la mutilación genital femenina son innegables violaciones de los derechos humanos básicos. Sin embargo, el disfraz de la inclusividad protege estas prácticas de la crítica, enmarcándolas en cambio como diferencias culturales que deben respetarse. 

La aceptación tácita tiene consecuencias. De hecho, las Naciones Unidas, el mismo organismo que falló de forma tan espectacular a las mujeres israelíes, también informó de un aumento del 50% en los casos verificados de violencia sexual relacionada con los conflictos de 2022 a 2023. Cuando se pasa por alto a las mujeres o se las ataca de este modo, la respuesta mundial debe ser rápida e inequívoca. Ya sea en Israel, Ucrania, Sudán o en cualquier otro lugar, debemos exigir la rendición de cuentas de quienes convierten la violencia de género en un arma. 

Proteger a las mujeres y a las niñas exige un compromiso claro e inequívoco con su dignidad, su seguridad y su valor inherente. Significa reconocer que la violencia sexual no es sólo una cuestión de guerra, sino un ataque a la propia identidad de las mujeres. 

Necesitamos líderes que estén dispuestos a enfrentarse a estas verdades, que se levanten inequívocamente contra la violencia y que defiendan políticas que protejan a los más vulnerables, no que rehúyan definir quiénes son.

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Este aniversario debe servir como llamada a la acción y como recordatorio de que el silencio no es un descuido, es una traición. Si la comunidad internacional sigue vacilando, señalará que la vida, el cuerpo y la dignidad de las mujeres son negociables. 

Las mujeres y las niñas no deben ser sacrificadas en el altar de la conveniencia política, y ninguno de nosotros debe permanecer en silencio cuando los cuerpos de las mujeres y las niñas se convierten en campos de batalla.

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