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En mi caminata a través de Estados Unidos, durante el mes pasado para recaudar 25 millones de dólares en apoyo de programas comunitarios que abordan algunos de los retos más acuciantes de nuestra nación, he viajado por algunos lugares desolados: los rincones olvidados del país.

Por eso me sentí como una revelación cuando entré en el Mercado Central de Lancaster. El aire estaba impregnado del aroma del café tostado y los pasteles holandeses de Pensilvania recién horneados. Vi a granjeros amish vestidos de paisano vendiendo sus productos. Junto a ellos, familias latinas molían masa para tortillas hechas a mano. También olí las especias de los cubos que vendían los refugiados, que contaban historias sobre cómo se utilizaban esas especias en sus países de origen. Sabía que parecía fuera de lugar, sudorosa y polvorienta después de caminar 12 millas con mi equipo, pero la gente de allí nos hizo sentir como en casa al instante.

No era una escena escenificada. Era la América real, un retrato vivo de la nación en su máxima expresión. Lo que vi en aquel mercado -gente de todos los credos, políticas, religiones, razas y culturas reunida para intercambiar palabras amables, comida y mercancías- fue un sermón viviente sobre la unidad que nuestra dividida nación necesita oír.

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Este mercado, en el corazón de Lancaster (Pensilvania), no es sólo un lugar donde comprar: es una cápsula del tiempo del Sueño Americano, con raíces que se remontan a 1730. Por aquel entonces, Andrew Hamilton trazó esta ciudad en medio de onduladas tierras de labranza y talló una parcela en Penn Square para un mercado público. 

El rey George II lo fletó en 1742, y en 1757 se levantó un robusto edificio de ladrillo de 20.000 pies cuadrados. El mercado ha sobrevivido a guerras, depresiones e innumerables cambios. Es el mercado agrícola en funcionamiento continuo más antiguo de Estados Unidos, y está inscrito en el Registro Nacional de Lugares Históricos.

Si América pudiera verse a sí misma como este mercado -todo el mundo aportando lo mejor de sí mismo- recorreríamos un largo camino para redescubrir lo que hemos perdido.

Lo que me asombra es cómo sigue prosperando el mercado, lo vivo que permanece. Es sobrecogedor pensar en cuántos estadounidenses han pasado por este lugar y lo han mantenido en marcha, aportando cada uno su parte. Hoy puedes ver ese espíritu aquí. Podría haber entrado y juzgado a todo el mundo por sus apariencias externas.

Después de todo, ¿qué tengo en común con un amish? Resulta que mucho. Uno de los caballeros que conocí fue un hábil jugador de baloncesto, en su juventud, igual que yo. Ambos jugábamos en institutos potentes y competíamos por campeonatos estatales. La diferencia era que él me dijo que había tenido que desafiar la prohibición de los deportes de competición de su comunidad. Recordamos y formamos un vínculo inesperado.

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Aquí, en este mercado, todo el mundo se reúne no para discutir de política o desplazarse por las redes sociales, sino para intercambiar algo real. Nadie comprueba tu historial de voto ni tu código postal. Lo más importante que comparten estas personas -independientemente de su procedencia- es el orgullo por sus productos, mercancías o servicios. Son artesanos que se enorgullecen de ofrecer lo mejor de sí mismos. Ese orgullo es un reflejo de quiénes son.

Familia amish caminando con el atuendo tradicional amish. No se muestran sus rostros.

Tras regresar de la iglesia un domingo, una familia amish camina descalza por un camino rural en el corazón del condado rural de Lancaster, Pensilvania, el 24 de junio de 2018. iStock)

Echo de menos eso, ese orgullo. Recuerdo cuando era niño en Tennessee y uno de mis tíos resucitó un camión. Nunca olvidaré la sonrisa de su cara sudorosa y manchada de grasa cuando el motor rugió. Dio una palmada en el volante y gritó: "¡Bien hecho!". Nos enorgullecíamos de esas cosas, y eso se convirtió en nuestra identidad. Mi tío llegó a ser conocido en todo el pueblo como el mago que podía arreglar cualquier motor.

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Es el mismo orgullo que vi en el Mercado de Lancaster. Quizá por eso me sentí tan a gusto en cuanto entré. Ésa era mi gente.

Mientras camino, he estado pensando mucho en América, y creo que este mercado encierra una lección para una nación fracturada. Si América pudiera verse a sí misma como este mercado -todo el mundo aportando lo mejor de sí mismo- recorreríamos un largo camino para redescubrir lo que hemos perdido.

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Nuestra fuerza no proviene de la uniformidad. No proviene de las guerras de teclados. Nuestra fuerza proviene de lo que somos como individuos y de lo que aportamos.

Por eso el Mercado de Lancaster encarna a Estados Unidos, y a lo que el resto de nosotros deberíamos aspirar.

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